Ellfer Paz
Esta mañana me tocó rellenar el frasco del jabón para lavar los platos. Siempre me doy cuenta porque el chorro sale más flaco, como si el frasco suspirara. Ya son cinco semanas desde la última vez. No necesito un calendario: mi casa me lleva la cuenta sola.
Las sábanas las cambio los jueves, aunque a veces se me olvida y me despierto el viernes con la duda. Los lunes saco la basura. Los sábados, si no llueve, viene Teresa a hacer la lavandería. Con eso ya tengo armado el esqueleto de la semana.
En primavera, cuando vivía en Atlanta, preparábamos el jardín. Clara compraba semillas de albahaca y flores de colores imposibles. Yo decía que era solo para entretener a los colibríes.
El verano olía a protector solar, toallas húmedas y a ese polvito que se levanta de la terraza cuando uno barre en seco. Luego venían los moscos, como siempre. Clara les decía “los vecinos pesados”.
El otoño era de barrer hojas, de no dejar las pinzas del tendedero afuera, de mirar las sombrillas dobladas y saber que ya no saldríamos mucho. El invierno, en cambio, era silencio. Guardar los cojines, tapar las tuberías, dejar que las plantas descansaran… como uno.
La vida se mide así. No por años, ni por cumpleaños. Por pastas de dientes que duran dos meses. Por la caja de rastrillos que me compró mi hijo y que sigue casi llena. A veces los uso solo si me invita a comer.
Una vez, en una Navidad, mi nieto menor me dijo que mi barba picaba. Desde entonces, si sé que viene, me rasuro. Él no lo sabe, claro.
Y así pasan los días. No sé si más lentos o más rápidos que antes. Pero distintos, seguro. Como si el tiempo se hubiese vuelto más suave, como un abrigo viejo.
Hoy el frasco suspiró. Cinco semanas. Clara decía que el tiempo se escondía en los objetos. Tenía razón.
De chico, los días se medían distinto. No por semanas, sino por sonidos. El chirrido del portón cuando papá llegaba del taller. El golpeteo de la cuchara de mamá contra la olla de aluminio. Los grillos de la noche en la ventana abierta.
Vivíamos en una casa baja, con piso de madera que crujía como si tuviera memoria. Mi madre barría a diario, aunque no hiciera falta. Decía que barrer aclaraba la cabeza. Yo no entendía, pero igual la ayudaba a juntar las migas con una tapita de lata.
En invierno, mi padre calentaba agua en una olla para echársela al parabrisas del coche. En verano, me enseñaba a cazar bichitos de luz con un frasco y un clavo en la tapa.
Teníamos una higuera en el patio. En septiembre, cuando caían los primeros frutos, mamá hacía dulce. Era señal de que ya venía el calor. Yo metía el dedo en la olla cuando se distraía y salía con la lengua quemada, pero feliz.
A veces, en medio de estas rutinas mías de viejo, se me aparece el olor del dulce de higo. Me pasa sobre todo cuando abro un frasco nuevo de mermelada.
A mi padre lo perdí joven. A ella la tuve más años. Cuando murió, encontré debajo de su colchón un recorte de diario con una columna mía. Una de esas que escribía cuando todavía creía que podía cambiar el mundo con palabras.
Nunca me lo dijo. Pero ahí estaba, doblado con esmero, como si fuera importante. A veces pienso que lo más grande que uno deja no se ve hasta que alguien lo guarda sin decir nada.
En la juventud, el tiempo no existía. O por lo menos no importaba. Uno creía que los veranos iban a durar siempre.
Tenía un amigo, Ernesto, que decía que la libertad era poder andar en bicicleta sin destino. Con él me pasé tardes enteras pedaleando sin saber muy bien hacia dónde.
Cada tanto me acuerdo de Ernesto cuando limpio el porche. Él siempre decía que barrer hojas era perder el tiempo, que el viento las iba a traer de nuevo. Ahora que lo hago cada otoño, pienso que tenía razón, pero igual las barro.
A los diecinueve tuve mi primer trabajo serio, en una imprenta. El olor a tinta me quedó pegado en la nariz para siempre. Me daban la tarea de revisar los pliegos, uno por uno, buscando errores. Ahí aprendí que lo importante suele estar en los detalles.
Con los años me alejé de Ernesto. La última vez que lo vi fue en un mercado, veinte años después. Él cargaba una caja con frutas, yo empujaba un cochecito con mi hijo dormido.
Lo raro de los amigos de juventud es que uno nunca los recuerda viejos. En mi cabeza, Ernesto sigue con la bici, riéndose con la cabeza hacia atrás, los cordones desatados y sin prisa por volver.
A Clara la conocí una tarde de lluvia, bajo un toldo mal puesto, en una feria de libros usados. Yo buscaba algo de Benedetti, y ella hojeaba un libro de cocina como si leyera poesía.
La primera vez que vino a casa se rio porque tenía el jabón de baño apoyado sobre una tapa de yogur. “Con razón estás solo”, me dijo. Y se quedó.
Con Clara el tiempo se ordenó. Ella sabía cuándo sembrar, cuándo podar, cuándo ponerle canela al café.
Cada aniversario lo medíamos por las plantas que seguían vivas. “Estas calas tienen tu edad de casado”, me decía.
Una vez me enseñó a preparar pan de campo, el de verdad. Con masa madre. “Esto lleva tiempo, Oscar —me decía—, pero vale la pena.”
Aún hoy, cuando huele a pan o a tierra mojada, la siento cerca. Y a veces, cuando me distraigo, la oigo decir mi nombre completo. Solo ella lo decía así, entero, como si fuera importante.
Después vinieron los hijos. Con ellos, los horarios ya no eran míos ni de Clara: eran de las vacunas, los recreos, las mochilas olvidadas.
Clara fue la brújula. Yo era más torpe, más cuadrado. Pero ponía de mi parte. Inventaba cuentos para dormirlos, los llevaba en bici al parque los domingos.
Trabajaba en una oficina gris, con carpetas clasificadas por colores y una máquina de café que siempre goteaba.
A veces llegaba tarde y me perdía la cena. Clara me guardaba el plato cubierto, y yo lo comía en silencio, con los sonidos de la casa ya dormida.
Uno de los recuerdos que más me acompaña es el de mi hija dándome un cuaderno lleno de dibujos un Día del Padre. Me escribió: “Para que no te olvides de nosotros cuando trabajás tanto.”
Hoy puse a calentar el agua para el mate, como cada mañana. Pero me distraje mirando por la ventana y el agua hirvió de más.
La taza se me enfrió en la mano sin darme cuenta. Cerré los ojos. Y vacilé…
No recuerdo hace cuánto cambié el filtro del refrigerador. Me parece una eternidad, ahora que lo pienso.
Tampoco recuerdo cuándo saqué por última vez un jabón nuevo para la regadera. El envase vacío sigue ahí, como un testigo mudo.
Dicen que cuando uno envejece el tiempo corre más rápido. No estoy tan seguro. Para mí, se ha vuelto más espeso, como la miel fría: tarda en caer y, sin embargo, un día descubres que el frasco está vacío.
Cada vez suena menos el teléfono. Las visitas se espacian. Y ese gato, el que antes no me dejaba dormir con sus maullidos y zarpazos en la verja… no sabría decir desde cuándo no lo oigo. Tal vez ya no viene. Tal vez simplemente dejé de esperarlo.
A veces me pregunto si ya cené. O si me olvidé de hacerlo. El estómago engaña a esta edad.
La madera de la casa todavía cruje en los mismos lugares. La puerta sigue quejándose suavemente al abrirse. Es un sonido que conozco de memoria.
Y en medio de ese aire espeso, de ese tiempo que no es día ni noche, escucho con nitidez su voz.
—Óscar...
No fue un grito ni un susurro. Solo mi nombre. Como solía decirlo cuando quería que dejara de mirar los papeles y le prestara atención.
Hace años que nadie me llama así.
No sentí miedo. Ni un temblor en el cuerpo. Solo una certeza suave, tibia, como el mate olvidado en la mesa.
No era que estuviera listo para partir. No para morir, tampoco. Era otra cosa.
Estaba listo para escuchar. Para abrir la puerta, por si acaso.
“ Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro, sino el momento que estabas viviendo justo en ese instante.”
— Jorge Luis Borges